INTRODUCCIÓN
En Cartagena de las Indias, durante la época del virreinato, vivió una joven de cabello rojizo excepcional, que se pensaba estaba poseída por el demonio porque un perro rabioso la había mordido. Sierva María de los Ángeles era su nombre y fue recluida en un convento para curarla con exorcismos, pero entre la locura, la verdad, la posesión demoníaca y la religión, surge un amor frustrado por la cerrazón de la Iglesia y el Santo Oficio, que finalmente culmina en la muerte.
RESUMEN
UNO
El día 7 de diciembre, día de San Ambrosio Obispo, un perro cenizo mordió a cuatro personas que se le atravesaron en el camino. Tres de ellas eran esclavos y la otra era Sierva María de Todos los Ángeles, hija única del marqués de Casalduero, que había ido con una sirvienta mulata al mercado para comprar una ristra de cascabeles para la fiesta de sus doce años. Aquel mismo día llegó un embarque de esclavos que se pensaba venía contaminado de una peste, pero resultó ser producto de un envenenamiento.
Bernarda Cabrera, madre de Sierva María y esposa sin títulos del marqués de Casalduero era una mestiza brava, seductora, rapaz, parrandera y consumía mucha miel fermentada y tabletas de tabaco. Había sido muy astuta en el comercio de esclavos pero ahora, debido a sus excesos, la hacienda donde vivían, estaba en malas condiciones. Anteriormente, la esclava Dominga de Adviento gobernó la casa, crió a Sierva María y era la única con autoridad para mediar entre el marqués y su esposa, pero hace no mucho había fallecido y Sierva María andaba siempre con los esclavos. Para el festejo de su cumpleaños, los esclavos de la casa le pintaron la cara de negro, le colgaron collares de santería y le cuidaban la cabellera rojiza que nunca le habían cortado y se enrollaba con trenzas.
Sierva María tenía el cuerpo escuálido, era tímida, de piel lívida, de ojos azul taciturno y cabello cobrizo, se parecía a su padre y su forma de ser la hacían parecer invisible.
Las esclavas le informaron a Bernarda sobre la mordida del perro dos días después. Ella fue a revisar a su hija y vio la marca cicatrizada en el tobillo y no se preocupó más por el asunto. Al domingo siguiente, la esclava que llevaba a Sierva María aquel día, vio al mismo perro que mordió a la niña muerto por la rabia. Bernarda no se preocupó al respecto, la herida estaba seca y tampoco se lo comentó a su marido.
A principios de enero, Sagunta, una india andariega visitó al marqués para informarle sobre la peste de rabia que había y sobre las personas que sufrían de esta por las mordidas del perro, entre ellas, su hija. Sagunta afirmaba ser la única poseedora de las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los rabiados. Como el marqués, quien no se interesaba en ningún asunto del hogar desconocía de la mordida, la despidió sin prestarle atención, pero Bernarda le confirmó el hecho después.
Para el marqués era claro, siempre pensó que amaba a su hija aunque nunca le prestaba atención, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad. En cambio Bernarda tenía plena conciencia de no amarla nada ni de ser correspondida por Sierva María y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos padres sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro.
Preocupado por el mal de rabia, el marqués fue al hospital del Amor de Dios para ver al enfermo de rabia, quien se encontraba amarrado en una situación deplorable y consumido por la enfermedad. A la salida del hospital, se cruzó con el doctor Abrenuncio, un judío doctor erudito que permanecía junto a su caballo muerto. El marqués lo invitó a pasar a su carroza y lo cuestionó sobre la rabia y el estado del paciente. Abrenuncio recomendó que debían matar al enfermo como buenos cristianos para detener su sufrimiento, pues ya no había cura, pero aclaró que algunos podían no contraer la rabia pese a la mordida.
El marqués dejó al doctor en su casa y cuando éste regresó a su hacienda le ordenó a su criado Neptuno, recoger el caballo del doctor para darle sepultura y le pidió que le regalara su mejor caballo del establo.
Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo por sus males y excesos, sobre todo por el incendio de sus vísceras. Nada quedaba entonces de lo que fue de recién casada y cuando concebía aventuras comerciales hasta que conoció a Judas Iscariote, un esclavo que compró porque lo deseaba y le gustaba mucho. Bernarda enloqueció por él, lo bañó en oro, con cadenas, anillos y pulseras, creyó morir cuando se enteró de que se acostaba con todas, pero finalmente se conformó con las sobras.
Una tarde, Dominga de Adviento los descubrió haciendo el amor pero Bernarda le prohibió comentar algo. El marqués, si es que sabía, se hacía el desentendido y Sierva María estaba tan olvidada, que un día, cuando Bernarda regresaba de parranda, confundió a su hija con otra persona.
Cuando el marqués regresó del hospital del Amor de Dios, estaba completamente determinado a tomar las riendas de la casa, pues cuando Bernarda sucumbió en sus vicios y Dominga de Adviento murió, los esclavos se infiltraron en la casa y había un total descontrol de las cosas. Lo primero que hizo fue devolverle a la niña el dormitorio de su abuela la marquesa, de donde Bernarda la había sacado para que durmiera con los esclavos.
Después espantó a los esclavos que dormitaban y amenazó con azotes a los que volvieran a hacer sus necesidades en los rincones o jugarán suerte y azar en los aposentos clausurados.
Sierva María se resistió cuando su padre la llevó en brazos al dormitorio y le aclaró a los esclavos que ella viviría en la casa y no con ellos. La niña no le contestaba ni miraba a su padre. A la mañana siguiente, el marqués fue a revisar la habitación de su hija y esta se había ido a dormir con las esclavas por su costumbre.
El marqués le encargó a Caridad del Cobre, la mulata que acompañó a la niña el día en que la mordió el perro, el cuidado de la niña como si fuera Dominga de Adviento. Le pidió que le diera informes del comportamiento de su hija y que le impidiera traspasar la cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa.
A la mañana siguiente, el marqués fue muy temprano a casa del doctor Abrenuncio para pedirle que examinara a su hija. El doctor estaba muy agradecido por el caballo nuevo y lo acompañó para examinar a Sierva María. Bernarda desaprobaba la presencia del doctor judío, pero no fue un impedimento para que Abrenuncio viera a la niña. Durante el examen médico, la niña mintió constantemente y parecía estar muy sana a excepción de un extraño olor a cebolla. Caridad del Cobre le reveló al marqués que la niña se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para destruir el maleficio del perro.
Abrenuncio pensó que la herida estaba lejos del cerebro y poco profunda, por tanto, podía estar libre de rabia. El marqués había decidido apelar al hospital y cuidarla en casa. Mientras tanto, el doctor le recomendó darle todo cuanto pudiera hacerla feliz, pues no hay medicina que cure lo que la felicidad no puede curar.
DOS
Nunca se supo cómo había llegado el marqués a semejante estado de desidia antes de que el perro mordiera a su hija, ni porqué mantuvo su matrimonio disfuncional.
Ignacio, heredero único, no daba señales de nada ni de querer a nadie. Creció con signos de retraso mental y sus primeros síntomas de vida los dio a los 20 años de edad, cuando se enviaba cartas de amor con Dulce Olivia, una de las reclusas del manicomio Divina Pastora, contiguo a la hacienda del marqués. Fue así como el marqués aprendió a leer y escribir, pero su familia no permitiría esa relación porque deseaban que se casara con la heredera de un grande de España. Fue así como desposó a Doña Olalla de Mendoza, una mujer muy bella y de grandes talentos para la música, a la que mantuvo virgen para no concederle la gracia de tener un hijo. Doña Olalla y el marqués no se entendían en la música, pero desde el día en que Ignacio se fijó en la tiorba italiana, practicaban juntos ejercicios bajo los árboles del huerto. El 9 de noviembre, la pareja estaba tocando un dúo bajo los naranjos cuando de pronto un relámpago los cegó y Doña Olalla cayó fulminada por la centella.
El marqués ordenó funerales de reina y encontró en el huerto un mensaje de Dulce Olivia que se responsabilizaba por el rayo.
El marqués donó sus bienes materiales, sólo conservó la mansión con el patio reducido al mínimo y el Trapiche de Mahates, y a Dominga de Adviento le cedió el gobierno de la casa. Desde entonces, el marqués temía que los esclavos lo asesinaran y ordenó mantener siempre las luces encendidas.
Dulce Olivia se consoló con la añoranza de lo que nunca fue y por las noches se escapaba de la Divina Pastora para entrar a la mansión, limpiar los pasillos, acomodar y lavar las cosas que creía que los esclavos no hacían bien. Dominga de Adviento murió sin saber nunca por qué los pasillos estaban más limpios al amanecer y por qué las cosas estaban en otro lugar.
Poco antes de cumplir un año de viudo el marqués descubrió a Dulce Olivia en la casa y desde entonces reanudaron una amistad prohibida que alguna vez pareció amor. Conversaban hasta el amanecer sin ilusiones ni despecho, como un viejo matrimonio, hasta que alguno de los dos decía algo incorrecto, se enfadaban y Dulce Olivia desaparecía por un largo rato. Ella se ofreció para consolarlo y ser su esclava sumisa, pero él juró nunca más casarse. Sin embargo, antes de un año se casó a escondidas con Bernarda, hija de un antiguo capataz de su padre quien tras escabullirse en los aposentos del marqués y quitarle su virginidad, quedó embarazada.
Cuando Sierva María de los Ángeles nació, Dominga de Adviento juró, si sobrevivía el difícil parto, que no le cortaría el cabello hasta su noche de bodas. Bernarda despreció a su hija desde el principio y Dominga la educó conforme a su religión. La niña era sigilosa en sus movimientos y por ello, su madre le colocaba una campana para conocer sus movimientos en la casa, pero aún así, se las ingeniaba para parecer un fantasma aterrador y Bernarda decidió enviarla a dormir con los esclavos.
El día que Bernarda conoció a Judas Iscariote, aprendió a masticar tabaco y hojas de coca. Probó el cannabis de la India, la trementina de Chipre, el peyote del Real de Catorce y probó por lo menos una vez el opio del nao de China.
Judas se volvió ladrón, proxeneta, sodomita ocasional, y todo por vicio, pues nada le faltaba. Una mala noche se enfrentó con tres galeotes de la flota por un pleito de barajas y lo mataron. Bernarda se refugió en el Trapiche y la casa quedó al garete, y si no naufragó, fue por la mano de Dominga de Adviento.
El marqués escuchaba rumores de que hablaba sola, deliraba en el Trapiche y vivía en estado de delirio. Tal era su deterioro que ni el marido la reconoció cuando volvió de Mahates, después de tres años, poco antes de que el perro mordiera a la niña.
A mediados de marzo parecía que los males de rabia habían sido conjurados. El marqués le dio a su hija el tratamiento de felicidad que le recomendó el doctor. Padre e hija daban largos paseos para ver atardeceres y el mar. El marqués intentó quitarle las costumbres negras enseñándole más cosas de blancos en dos meses que en toda su vida. Había comprado cajas de música y desempolvado su instrumento italiano para hacer música con su hija.
El doctor Abrenuncio los visitaba cada semana y un día escuchó a Bernarda quejarse fuertemente por el deterioro de su hígado. El doctor afirmó que para septiembre moriría y el marqués lamentó que tendría que esperar tanto tiempo.
Un día Caridad del Cobre despertó al marqués de su siesta para informarle que la niña tenía fiebre. Abrenuncio fue a examinar y sugirió esperar para ver cómo se desarrollaba la fiebre. El marqués no quiso delegar su confianza a Dios sino a todo aquel que le diera esperanzas, así que sometió a la niña a múltiples tratamientos de muchos doctores. Al cabo de dos semanas, Sierva María había soportado dos baños de hierbas y dos lavativas emolientes por día, la habían llevado al borde de la agonía con pócimas de estibio natural y otros filtros mortales. Había pasado por todo, vértigos, convulsiones, espasmos, delirios, solturas de vientre y de vejiga y se revolcaba por los suelos aullando de dolor y de furia. Incluso los curanderos más audaces la abandonaron a su suerte hasta que reapareció Sagunta con sus métodos poco tradicionales. Sagunta se desnudó de sus sábanas y se embadurnó de unturas de indios para restregar su cuerpo con el de la niña desnuda. Ésta se resistió a pesar de su debilidad, pero Sagunta la sometió. Bernarda escuchó los alaridos dementes y al ver lo que pasaba, azotó a ambas con los hicos de la hamaca.
El obispo de la diócesis, Don Tonibio de Cáceres y Virtudes, preocupado y alarmado por la situación de Sierva María, hizo llamar al marqués porque pensaba que su hija podía estar poseída por demonios y era necesario encomendarse a Dios, pues su cuerpo podría no tener cura, pero su alma sí.
El marqués dejó de asistir a la iglesia y de ser creyente desde que su primera mujer falleció, pero las palabras del obispo lo hicieron reflexionar sobre la futura condición de su hija.
El obispo y el padre Cayetano Delaura aseguraban que Abrenuncio era un hereje que maldijo a la niña y le recomendaron al marqués llevar a su hija al Convento de Santa Clara para exorcizarla.
Cuando el marqués regresó de su cita con el obispo, escuchó a su hija tocar las cuerdas de la tiorba y cantar la canción que él le había enseñado, pero cuando entró en su recámara la niña volvió a enfermar. El marqués pasó la noche en vela junto a la cama de su hija y a la mañana siguiente, estaba determinado para llevarla al convento. Vistió a la niña con un vestido que pertenecía a Bernarda en su juventud y la hacía lucir como una reina, preparó una maleta y llevó a la niña al convento de Santa Clara.
Las monjas se la llevaron sin darles tiempo de que se despidieran y el último recuerdo que tuvo de ella fue cuando atravesaba la galería del jardín arrastrando el pie lastimado.
TRES
El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar de tres pisos con numerosas ventanas. Tenía 80 monjas, todas con sus servicios y 36 criollas de las grandes familias del virreinato.
Al final de todo el Convento, lo más lejos posible y dejado, había un pabellón solitario que durante 68 años sirvió de cárcel a la inquisición. Fue en la última celda de ese rincón donde encerraron a Sierva María a los 93 días de ser mordida por el perro y sin ningún síntoma de rabia.
Las novicias que custodiaban a Sierva María a su llegada, se interesaron por sus anillos y collares de santería, pero cuando intentan quitárselos, la niña se retorció y mordió la mano de una de ellas. Poco después pasaron dos esclavas negras que reconocieron los collares y le hablaron en lengua yoruba. Sierva María les contestó, les dijo su nombre de esclava, María Mandinga y se fue con ellas a la cocina en donde ayudó a matar un chivo y jugó con los niños y adultos esclavos.
La abadesa, Josefa Miranda, resentida con el clero del obispo por múltiples injusticias cometidas en el pasado contra su diócesis, estaba molesta por la presencia de la niña endemoniada que nadie había visto aún, pues Sierva María había pasado desapercibida en su primer día en el convento, como si fuera invisible.
A la mañana siguiente Sierva María se descubrió por su canto con las esclavas y por la fuerza, fue llevada a su celda.
Desde entonces no ocurrió nada que no fuera atribuido al maleficio de Sierva María. Varias noches declararon para las actas que la niña volaba con unas alas transparentes que emitían un zumbido fantástico. Un día, las monjas intentaron quitarle los collares de santería, pero Sierva María se defendió con fuerza, saltó por la ventana y alborotó las colmenas de abejas y los animales del establo. Tardaron dos días en volver a juntar los animales.
Nunca como entonces era tan agitada y libre la vida del convento. Había monjas por los corredores que jugaban baraja española, dados cargados y tomaban licores en las celdas menos pensadas. Una niña endemoniada dentro del convento tenía la fascinación de una aventura novedosa.
Algunas monjas, en grupos de dos o tres, escapaban por la noche para hablar con Sierva María, y en una ocasión la despojaron de sus collares, pero al cabo de un día, una de ellas se cayó por las escaleras y se fracturó el cráneo. Ninguna monja se sentía segura si no le regresaban sus collares, así que se los devolvieron.
Para el marqués fueron días de luto, se había arrepentido de haber internado a su hija. En su inquietud, fue a visitar a Abrenuncio para comentarle lo que había hecho y éste le recomendó que la sacara del convento cuanto antes, pues los exorcismos eran iguales o peores a las santerías de los esclavos y la niña se encontraba ahora prisionera.
El marqués le escribió una carta al obispo solicitando una audiencia para tratar el caso.
El obispo fue notificado de que Sierva María estaba lista para iniciar los exorcismos. El padre Cayetano Delaura estaba muy intrigado con el caso, pues había soñado que Sierva María estaba sentada frente a un campo nevado comiendo uvas, y la última uva representaba la muerte. Lo más raro para Delaura es que el campo nevado era Salamanca el momento que nevó durante tres días consecutivos y los corderos murieron sofocados por la nieve. El obispo le ofreció encargarse del caso, pero Delaura no deseaba aceptar porque esperaba el puesto de bibliotecario en el Vaticano. Toda su vida había deseado ser bibliotecario; Delaura leía mucho y se encargaba de leerle al Obispo y de su biblioteca.
Su destino original había sido viajar a Yucatán, pero el barco no consiguió llegar y tras un año de estar en Cartagena de Indias y con la llegada del Obispo de Cáceres, permaneció allí, como su protegido.
El obispo insistió en que Delaura tomará el caso, pues el éxito en éste podría representar una certera entrada al puesto que anhelaba para el Vaticano.
Así fue como Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero, a los 36 años cumplidos, entró en la vida de Sierva María y fue parte importante de la historia de la ciudad.
Al día siguiente, Cayetano Delaura fue al convento de Santa Clara con todas las armas para enfrentar al demonio (agua bendita y óleos sacramentales). La abadesa le decía que la presencia de la niña había provocado que las flores crecieran distintas y se manifestaban constantes eventos sobrenaturales. Delaura respondió que era muy delicado atribuirle al demonio las cosas inexplicables.
Antes de llegar a la celda de Sierva María, pasaron por la celda de Martina Laborde, una antigua monja condenada a cadena perpetua por haber matado a dos compañeras suyas con un cuchillo. Llevaba encerrada 11 años y era más conocida por sus intentos frustrados por escapar que por su crimen.
Al entrar a la celda de Sierva María, Delaura percibió un olor a podredumbre debido a las heces regadas de la niña. Ella yacía boca arriba sobre la cama sin colchón, atada de pies a cabeza con correas de cuero. Delaura pensó que si la niña no estaba poseída, el ambiente era propicio para estarlo. Cayetano examinó a la niña y se impresionó al ver la herida en el tobillo, supurada por la chapucería de los curanderos. Mientras la revisaba le decía que su presencia allí no era para martirizar sino por la sospecha de que tuviera un demonio adentro. Sierva María ni lo miraba ni se quejaba ni se interesó por sus prédicas.
Cayetano volvió a visitar a Sierva María el lunes siguiente, pero ella lo recibió con un mal ceño y su celda apestaba aún más. Cuando Delaura se atrevió a desatarla, Sierva María se le fue encima como una fiera y le mordió la mano. Cayetano logró colocarle un rosario en el cuello para tratar de defenderse del ataque.
Por otro lado, Martina Laborde no halló la menor resistencia en Sierva María. Fue como si el alma de Dominga de Adviento hubiera entrado a la celda de la niña cuando Martina le sonrió. Ambas entablaron una amistad y prometieron ver juntas el eclipse total de sol que habría el próximo lunes.
El domingo, después de misa, Delaura le llevó a Sierva María una canastilla de dulces. Ella descubrió que Cayetano llevaba la mano vendada y él le dijo que una perrita rabiosa con una cola rojiza de más de un metro lo había mordido. Sierva María tocó su herida, rió por primera vez y afirmó ser más mala que la peste. Antes de marcharse del convento Delaura realizó una protesta formal por la mala comida de las reclusas y las condiciones en que tenían a Sierva María.
Esa misma noche, Cayetano creyó haber visto a Sierva María en la biblioteca del obispo, vestida en su bata de reclusa y con su cabellera de fuego, colocando un armo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Recitó una frase de Gracilazo, “por vos nací, por vos tengo la vida y por vos muero”. Cerró los ojos para asegurarse de que no era un engaño de las sombras y cuando los volvió a abrir la visión había desaparecido pero la biblioteca estaba saturada por el olor a gardenias.
CUATRO
El padre Cayetano y el obispo admiraron juntos el eclipse, pero Delaura se lastimó un ojo por mirarlo directamente. Cayetano le dijo al obispo que no creía que Sierva María estuviera poseída y atribuía las acusaciones en las actas de las monjas a su falta de entendimiento y cerrazón. El obispo pidió que continuara a pesar de las dudas sobre su posesión demoníaca.
Al día siguiente Sierva María le dijo a Cayetano que sabía que moriría pronto porque Martina Laborde se lo había asegurado. Delaura la reconfortó de su llanto con paliativos confesionarios, y fue entonces cuando Sierva María comprendió que Delaura era su exorcista y no su médico. Cayetano le confesó que le ayudaba porque la quería mucho.
De salida, el padre le llamó la atención a Martina por asustar a Sierva María, pero ella nunca dijo que moriría y comprendieron que Sierva María mentía al respecto, como siempre lo había hecho. No obstante Delaura comprendió que estaba asustada y había creado un ambiente mortuorio a su alrededor.
El obispo le entregó a Cayetano una carta de parte de la abadesa en donde se quejaba de la tutela de Sierva María y de la prepotencia con la que se comportaba Cayetano. Delaura se molestó y afirmó que si alguien estaba poseído era la abadesa. El obispo lo reprendió por cualquier exceso que hubiese cometido a la vez que manifestaba su comprensión, pero se dejó ir por la nostalgia que siempre lo acechaba desde que inició su vejez y olvidó el tema.
A finales de mes arribó a Cartagena de las Indias el nuevo virrey, don Rodrigo de Buen Lozano, y su séquito. La virreina tenía algún parentesco con la abadesa y había solicitado alojarse en el convento. Era casi adolescente, activa y un poco díscola en el convento. No hubo rincón que no registrara ni nada bueno que no quisiera mejorar. La abadesa trató de impedir que se acercara a la celda de Sierva María, pero ello sólo aumentó más su curiosidad. Tan pronto la vio, Martina Laborde se arrojó a sus pies para que le concediera el perdón. La virreina se sintió hechizada cuando vio a Sierva María cosiendo en un rincón y se hizo el propósito de redimirla.
Durante una cena con el gobernador y el virrey, la virreina presentó a Sierva María, quien parecía una reina con el vestido de Bernarda. El virrey no podía creer que estuviera poseída y la encomendó a sus doctores, quienes coincidieron con Abrenuncio en que no tenía ningún síntoma de rabia y era muy probable que ya no la contrajera, sin embargo, nadie se sintió autorizado para dudar de su posesión demoníaca.
El virrey visitó al obispo para comentarle sus planes para gobernar y especialmente, hablar sobre Sierva María. El obispo aclaró que la niña se encontraba en buenas manos. El virrey negó el indulto de Martina porque le parecía un mal precedente ante los demás reos.
Al día siguiente, el obispo decidió que Sierva María permanecería en el convento pero en mejores condiciones y no bajo el régimen carcelario. Asimismo le delegó a Delaura libertad de proceder y le pidió que visitara al marqués.
Cayetano se apresuró felizmente al Convento y un pintor hacía el retrato de Sierva María vestida como reina, con el cabello hasta los pies, emanando una luz extraordinaria, parada en una nube y en medio de una corte de demonios sumisos. Delaura cayó en éxtasis con aquella visión de una niña que se había convertido en mujer.
Sierva María le narró un sueño que tuvo, el cual era el mismo sueño que Cayetano había tenido antes de conocerla. Antes de terminar el relato, Sierva María confesó estar asustada pero Delaura le prometió que pronto sería libre y feliz por la gracia del Espíritu Santo.
Por otro lado, Bernarda no estaba enterada de la ausencia de su hija hasta que un día confundió a Dulce Olivia con Sierva María en una de sus alucinaciones. El marqués le comentó la situación y Bernarda, a pesar de haberla odiado siempre, se consoló al saber que su hija seguía viva. Al día siguiente, Bernarda se marchó de la casa con sus cosas y su dinero; el marqués comprendió entonces que era para siempre.
Delaura visitó al marqués, quien yacía solo en la hamaca, para informarle que él estaba encargado de la salud de su hija. El marqués le enseñó la recámara de Sierva María, la maletita que le había preparado el día que la dejó en el convento y le pidió que se la llevara a su hija. Asimismo, le pidió que visitara a Abrenuncio para hablar sobre la salud de Sierva María.
Pese a que Delaura sabía que Abrenuncio era buscado por el Santo Oficio fue a visitarlo. Abrenuncio lo atendió con mucho gusto y le enseñó su extensa biblioteca. Cayetano estaba asombrado por los numerosos libros y especialmente porque encontró Los cuatro libros de Amadís de Gaula, el libro prohibido que le confiscó el rector del seminario a los 12 años de edad. Ambos hablaron sobre Sierva María. Abrenuncio afirmó que ella no estaba poseída por el diablo y le hizo ver a Delaura que él estaba allí porque deseaba hablar sobre ella. Cayetano se sintió en evidencia y se apresuró para marcharse. El doctor le regaló una medicina para curar su ojo lastimado por el eclipse.
De allí, Delaura fue al convento para ver a Sierva María, le entregó la maletita que enviaba su padre y ella la recibió con gran desprecio, pues lo odiaba y prefería estar primero muerta antes de volverlo a ver. Entonces Sierva María se transformó en energúmeno, comenzó a escupirlo y escupió una baba verde. Delaura toleraba sus escupitajos, ponía la otra mejilla y rezaba con devoción, pero sólo Martina consiguió someter a la niña con sus maneras celestiales. Cayetano huyó y se encerró en la biblioteca a rezar, sacó las pertenencias de Sierva María de la maletita, las olió con deseo, las amó y habló con ellas obscenamente hasta que no pudo más. Entonces se desnudó el torso y comenzó a flagelarse con un odio insaciable. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y de lágrimas. Delaura sólo dijo que era el demonio mismo, el más terrible de todos.
CINCO
Cayetano confesó su deseo y todo cuanto había ocurrido. El obispo lo despojó de sus encomiendas y privilegios y lo mandó a servir de enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios. Altos dignatarios de la diócesis intercedieron por Cayetano, pero el obispo no cedió manteniendo ocultas las razones de su decisión.
Martina se había hecho cargo de Sierva María con gran devoción y le pidió que le permitiera hablar con sus demonios para salir del convento a cambio de su alma. Sierva María enumeró a seis demonios y Martina identificó a uno de ellos como un demonio africano que alguna vez había hostigado la casa de sus padres.
Por su parte, Cayetano se había sometido con humildad a las condiciones infames del hospital.
El primer martes de penitencia, Abrenuncio se encontró con Cayetano y trató de convencerlo para que fuera a visitarlo a su casa para conversar. Asimismo, le regaló un libro de las Cartas Filosóficas en latín. Cayetano, asombrado por la bondad del doctor, prometió visitarlo a escondidas algún día.
Una noche, por una extraña inspiración, Delaura escapó del hospital para visitar a Sierva María. Le costó trabajo entrar pero un leproso del hospital le había indicado el camino correcto a través de un túnel que no estaba sellado.
Al principio, Sierva María se resistió, pero finalmente conversaron felices por dos horas. Delaura volvió a visitarla las siguientes noches y entre versos y poemas se fueron enamorando y besando, pero manteniéndose siempre vírgenes porque él deseaba mantener su castidad hasta el día en que fueran libres para casarse. Cayetano afirmaba ser capaz de cualquier cosa por ella y Sierva María lo probaba constantemente con crueldad infantil.
Sierva María mantenía su cuarto arreglado como una mujer que espera a su esposo y Cayetano se quedaba con ella hasta el amanecer. Una mañana temprano, mientras la pareja dormía, la guardiana entró con el desayuno de Sierva María, pero salió sin haber visto a Delaura, quien se había vuelto igual de invisible como su amada.
Sierva María le regaló el precioso collar de Oddúa y Cayetano le enseñó a leer, escribir y el culto de la devoción del Espíritu Santo, a la espera del día en que fueran libres y casados.
Sierva María le pidió a Cayetano que escaparan juntos, pero él se negó para esperar debidamente el día de su debido exorcismo y liberación.
Al amanecer del 27 de abril comenzaron los exorcismos de Sierva María sin previo aviso. La llevaron a rastras al abrevadero, la lavaron a baldazos, la despojaron a tirones de sus collares, le pusieron el camisón brutal de los herejes y le cortaron la cabellera hasta la altura de la nuca. Por último le pusieron una camisa de fuerza y la taparon con un trapo fúnebre para llevarla a la capilla. El obispo había convocado a prebendados esclarecidos del Cabildo Eclesiástico para que lo asistieran en el proceso. Sierva María, fuera de sí por el terror gritó ante las palabras y oraciones del obispo. El obispo sufrió un ataque de asma, como era común en su salud, y la ceremonia terminó con un estrépito colosal.
Cayetano encontró aquella noche a Sierva María tiritando de fiebre dentro de una camisa de fuerza y lo que más lo indignó fue que le dejaron el cráneo pelado. Sierva María le contó la terrible experiencia en la capilla y deseaba morirse. Delaura intentó consolarla y le colocó el collar que le había regalado a falta de los demás.
Al día siguiente, un sacerdote viejo de talla imponente conocido como el padre Tomás de Aquino de Narváez, antiguo fiscal del Santo Oficio en Sevilla y párroco del barrio de los esclavos, escogido por el obispo para sustituirlo en los exorcismos, le regresó a Sierva María sus collares y le habló en lengua yoruba. Ella sintió confianza hacia él y nadie parecía mejor hecho para entenderse con Sierva María y enfrentarse con más razón a sus demonios.
Sierva María lo reconoció al instante como un arcángel de salvación y no se equivocó. Tras explicarle sobre los demonios y corregir a la abadesa sobre las actas, el padre prometió que pondría la mayor diligencia para que fuera asunto de días, y ojalá de horas.
Al día siguiente, en la iglesia del padre Aquino, no se podía oficiar la misa porque el padre había desaparecido. A las ocho, la niña del servicio fue a sacar el agua del aljibe y allí estaba el padre Aquino, flotando bocarriba con las calzas que se dejaba puestas para dormir. Fue una muerte triste y sentida y un misterio que nunca se esclareció, y que la abadesa proclamó como la prueba terminante de la maldición del demonio contra su convento.
La noticia llegó hasta la celda de Sierva María que se quedó esperando al padre con una ilusión inocente. No supo explicarle a Cayetano quién era, pero le transmitió su gratitud y la confianza que sentía por él. Hasta entonces les había parecido que el amor les bastaba para ser felices pero fue Sierva María quien se dio cuenta de que la libertad sólo dependía de ellos. Una madrugada, después de largas horas de besos, le suplicó a Delaura que no se fuera, pero él lo tomó a la ligera y se despidió; entonces ella saltó de la cama decidida a marcharse con él para refugiarse con él en San Basilio de Palenque, un pueblo de esclavos fugitivos a doce leguas, donde sería recibida, sin duda, como una reina. A Cayetano le pareció una idea providencial pero confiaba más bien en formalismos legales. De modo que cuando Sierva María lo puso en la encrucijada de quedarse o llevársela, Delaura trató de zafarse de ella y escapó.
La reacción de Sierva María fue feroz, se encerró con tranca y amenazó con prenderle fuego a la celda e incinerarse en ella si no la dejaban irse. Le prendió fuego al colchón pero Martina intervino con sus modos sedantes e impidió la tragedia.
La ansiedad de Sierva María apresuró la de Cayetano por encontrar un recurso inmediato distinto a la fuga así que intentó ver en dos ocasiones al marqués, pero sin éxito.
Entre tanto, el marqués, en su soledad, había llamado nuevamente a Dulce Olivia, quien apareció después de un tiempo y lo culpó de la pérdida de Sierva María, asegurando que el hijo del obispo, refiriéndose a Cayetano, tenía emputecida y empreñada a su hija, según las versiones de Sagunta. Era el final de siempre, el marqués sintió que le faltaba aire y ambos volvieron a pelear. La versión de Dulce Olivia, confirmada y pervertida por Sagunta era que en efecto, Sierva María estaba secuestrada en el convento para saciar los apetitos satánicos de Cayetano Delaura y que había concebido un hijo de dos cabezas.
El marqués no se repuso jamás y derrotado por la añoranza fue a buscar a Bernarda al Trapiche. Ambos manifestaron el odio que creían haber sentido el uno por el otro y Bernarda le confesó que su padre la envió para engañarlo y violarlo con el objeto de quedar embarazada, y luego asesinarlo.
Permanecieron en silencio viendo el atardecer y el marqués supo que no tenía nada qué agradecerle; se levantó sin prisas y se fue por donde había venido sin despedirse.
Lo único que se encontró de él, dos veranos más tarde, en una vereda sin rumbo, fueron sus restos carcomidos por los gallinazos.
Un día Martina Laborde había escapado del convento. La única noticia que se tuvo de ella fue un papel escrito para Sierva María que decía que rezaría tres veces al día para que fueran felices.
La abadesa aseguraban que eran cómplices y Sierva María afirmó que eran seis y había escapado por la terraza con sus alas de murciélagos.
Las monjas registraron el convento y descubrieron la entrada de albañil por la cual Cayetano entraba y la sellaron de inmediato por sus dos extremos. Sierva María fue mudada a la fuerza a una celda con candado en el pabellón de las enterradas vivas.
Esa noche, Cayetano se rompió los puños tratando de derribar la tapia del túnel. Arrebatado por una fuerza demente corrió en busca del marqués, pero se encontró con Dulce Olivia enfurecida que se negó a llevarlo con él y amenazó con echarle los perros sino se marchaba.
El martes, cuando Abrenuncio fue al hospital, le contó su frustración, los motivos reales de su casstigo y hasta las noches de amor en la celda. Abrenuncio se quedó perplejo y trató de disuadirlo, pero Cayetano no lo oyó y corrió al convento en pleno día, por la puerta de servicio, convencido de ser invisible por el poder de la oración. Subió al segundo piso, pasó frente a la nueva celda de Sierva María sin saberlo, y trató de llegar a la celda de su amada, pero las monjas lo descubrieron y Cayetano fue puesto a disposición del Santo Oficio, y condenado en un juicio de plaza pública por sospecha de herejía, provocando disturbios populares y controversias en el seno de la Iglesia. Cumplió la condena como enfermero en el hospital del Amor de Dios, donde vivió muchos años en connivencia con sus enfermos, comiendo y durmiendo con ellos por los suelos, pero no consiguió su gran anhelo confesado de contraer la lepra.
Sierva María lo había esperado en vano. A los tres días dejó de comer en una explosión de rebeldía que agravó los indicios de posesión. El obispo resumió los exorcismos con una energía inconcebible en su estado y a su edad. Sierva María lo enfrentó con una ferocidad satánica, hablando en lenguas o con aullidos de pájaros infernales. El segundo día la tierra tembló y ya no cabía duda de que Sierva María estuviera a merced de todos los demonios. De regreso a la celda le aplicaron una lavativa de agua bendita para expulsar a los demonios de sus entrañas.
El acoso prosiguió por tres días más. Aunque llevaba una semana sin comer, Sierva María lograba defenderse con fuerza y golpes.
Sierva María no entendió nunca qué fue de Cayetano Delaura , porqué no volvió y el 29 de mayo, sin aliento para más, volvió a soñar con la ventana de campo nevado, donde Cayetano no estaba ni volvería a estar nunca. Tenía en el regazo un racimo de uvas doradas que volvían a retoñar tan pronto como se las comía, pero esta vez las arrancaba de dos en dos para ganarle al racimo hasta la última uva. La guardiana que entró para prepararla para la sexta sesión de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama con los ojos radiantes y la piel de recién nacida. El cabello le brotaba y se le veía crecer.
PERSONAJES
SIERVA MARÍA: Personaje principal. Crece con las tradiciones de los esclavos yoruba a pesar de ser la hija de un marqués. Se comportaba como los esclavos, solía mentir siempre, pasar desapercibida y conocía sus lenguas y tradiciones. Su personalidad es enérgica, atormentada y oscura, pero debajo de esa apariencia de fuerza y demoníaca, existía una niña asustada que deseaba ser feliz y libre.
CAYETANO DELAURA: Personaje principal. Sacerdote culto y apasionado por la lectura. Tiene una extraña conexión con Sierva María desde antes de conocerla y pese a su hábito, termina por enamorarse de ella. No obstante, nunca deja de creer en la institución de la Iglesia y en los formalismos, lo cual lo llevan a su ruina y a la de su amada.
MARQUÉS: Personaje secundario. Padre de Sierva María. Hombre bueno de carácter débil, temeroso y apático.
BERNARDA: Personaje secundario. Madre de Sierva María, pero siempre la odio y le temió por su presencia fantasmal. Llevaba vida de crápula. Nunca amó al marqués y se casó con él por interés. Astuta para los negocios de esclavos pero entregada a los vicios.
PA’ QUE TE LUZCAS
- El 26 de octubre de 1949, el redactor del periódico en donde trabajaba García Marqués, lo encomendó a realizar un reportaje sobre las criptas funerarias del convento de Santa Clara que estaban siendo vaciadas para construir en su lugar un hotel de cinco estrellas. En la tercera hornacina se extendía en el suelo la cabellera espléndida y rojiza que medía 22 metros y 11 centímetros.
- Garcia Marques se inspira en la vida de Sierva María de los Ángeles porque su abuela le contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros, y la idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue el origen de este libro.